viernes, 10 de agosto de 2007

Préstenle al fumador una nariz limpia aunque sólo sea por un día.

Y se dará cuenta del desagradable olor que desprende la gente que al subir al autobús o tranvía desprende a causa del cigarrillo que se acaba de fumar. Es muy curioso y es algo que yo mismo he experimentado: el cigarro en la boca del fumador sabe a chocolate, pero el olor a fumador es de los más repugnantes y vomitivos que recuerdo. Humo viejo y rancio, como de frutos secos requemados y pasados de fecha.

El fumador tampoco es consciente del hedor que desprende su boca cada vez que habla, insufrible para el no fumador; no hablemos de cuando besa. Asqueroso.

Tampoco es capaz de darse cuenta de la cantidad de olores y sabores de los que se ve privado (qué recupera en una semana a partir de cuando deja de fumar). En mi caso, los días posteriores a dejar de fumar se me presentaron como un festival psicotrópico de olores a los que me había desacostumbrado a lo largo de años, matices infinitos en un plato de jamón (que antes sólo me sabía a “jamón”), olores variados en la brisa, el retorno olfativo del propio cuerpo (descubrí después de años que a pesar de mi estricta higiene, la marca de mi desodorante no era la más apropiada), también me avergoncé al pensar la gente que había sufrido el mal olor de mis ropas, y yo creyéndome quizás el más dicharachero de las reuniones sociales con mi amigo invisible, cuando realmente apestaba a cenicero. Me redescubrí olfativamente y sentí cómo un terrible velo de basura desaparecía de mi nariz.

Para aproximarse a la idea que le quiero transmitir, piense en vivir su vida con cataratas en los ojos, arcilla en los oidos, lija en la punta de los dedos y le dejo a su imaginación el elemento que recaería sobre su lengua.

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